viernes, 10 de diciembre de 2010

Paz


Un niño y su madre descansan sobre un cálido gris metálico perforado por aquellos vendavales lanzados de manera anónima, mientras aquel niño de piel carbonizada ora en silencio con palabras del sufrimiento su madre se extiende por todo un camino de sombras, sombras de una madre y su hijo, sombras de aquellos suspiros arrojados con cada perforación entre aquellos hilos que se entretejen para hacer un tejido tan ligero y débil como las hojas de otoño, tan quebradizas como los pensamientos, tan ligeras como los besos, tan suaves como un deseo, tan muertas como el mismo cielo.
Atila se funde con aquel humo que se propaga por todo el infierno que es paraíso de pocos, estruendosos coros se conjugan en estallidos glorificantes de una suprema venida, la venida de un mesías sin gloria, la avenida de un Dios sin estrellas, la suprema divinidad de un dolor sin resurrección. Por momentos Atila se disipa al no tener nada que consumir, los ángeles y arcángeles descansan sus melodías recostadas en el acero hirviente de una batalla de coros, por momentos todo es silencio, susurros que lleva la neblina de fulgores oscuros, una lágrima desprendida de una mujer fría, su cuerpo abraza el pavimento mientras su hijo cesa su oración como el río que se seca.
Una mancha negra pisa aquel perfume carmesí, su primer reacción es verificar si no es una amenaza aquello, parece no serlo, hurga entre aquellas piedras que alguna vez fueron polvo, sigue buscando y sólo encuentra el vacío de sus ideas, como el león que busca entre los huesos algún pedazo de tejido vital para poder soportar su reino. “¡Nada!” Un ruido apagado y sin emoción alguna que muestre lo contrario de aquel paraíso, las tinieblas se funden en el olvido, pero en medio de todo el paraíso duermen tranquilos una mujer y un niño. “¡Eran una amenaza!” Porque aquello era la amenaza de vivir en un lugar de muertos.
Aquello que quedó es un conjunto de bultos, seres amenazadores, basuras…
Un padre recibe entre sus dedos a sus hijos, vienen de muy lejos, están cansados pero felices de ver el rostro de quien les ama, sobre un mar de astros reposan aquellos celestes cuerpos sin peso, sin masa, sin nada que los hiera. Es un lugar al que sólo las estrellas aspiran con esfuerzo y aún, ellas no logran estar ahí, pero son parte de aquello, un abismo sin sol y luna, una bóveda sin adornos, pero es un bosque donde el único llanto posible es, el llanto de un beso.

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